domingo, 20 de abril de 2014


El sembrador de sombras

Plinio Garrido

Poema parte del libro Flaca - Poemas de la vida vivida

(Copyright © Plinio Garrido 2014)

Tu madre no abandona el empeño de volver a mirar lejos.
Pese a la mutilación casi a ras de piso que El sembrador de sombras impuso al horizonte.
Horizonte que además no ha cesado de encogerse.
Pero tu madre tiene acceso a cierto celaje que sólo conoce el Universo.
Quizás por eso no puedo decirte con cuántas mujeres en el mundo
ella disputa el comando absoluto de la paciencia.
Mientras, canta en sol mayor el sabor de la jalea de pitahayas,
con flores de la planta de la ahuyama
y el vivificante ácido del corozo.
Lo más digerible entre los desguañingados matorrales del entorno,
y al alcance de su capacidad de búsqueda y de la mano que pudo salvar del holocausto.

Tu madre no ama pero sabe cuidar pelirrojos
y tuvo petirrojos domesticados en la cocina.
Ella les ha otorgaba confianza y ellos volaban corto y dando saltitos,
entre sus hombros y los ladrillos orilleros de la hornilla.
Comedidos, regresaban a las jaulas de palitroques y bejucos que yo les construí. 
Cuando vi a tu madre besar a los muchachos, hubo que llorar.
Nadie ignoraba que podrían ser besos para decir adiós.
Ellos los recibieron con el rigor del acaso, tan cotidiano en nuestras vidas.
Siempre retrotraíamos en el instante de los besos, el total de nuestras vidas.
Esa vez sí fueron proverbiales actos premonitorios…
No llevaban mi sangre pero todos nos amábamos por igual.
Tu madre era el epicentro de todo amor dable en el lugar.
Y la manera no describible de su entrega era su sello.

Los metrallazos sonaron justo en el recodo del bajío a cincuenta pasos de la cobacha.
Distancia ya medida en distintos menesteres.
No nos miramos.
Salimos a buscarlos; y luego de llorarlos, los sepultamos.
El sembrador de sombras había decretado que la utilización de la cruz cristiana
sería sólo para los que él decidía que se les había acabado el derecho de vivir;
y para los que inopinado, caían bajo la contundencia de su cuchillo
o el golpe de su hacha.

En piedras grises sobre túmulos dibujamos las iniciales de nuestros muertos.
El ulular de la ventisca en la curva triunfante del crespusculo nos azotó el alma.
Bebíamos la infusión de pétalos de la caracucha cuando la exuberancia del presagio
casi nos lleva a desquiciarnos.
“Lo peor es siempre posible”, me dije.
El sorbo, otrora dulzón, resbaló su amargor por nuestros galillos.
Esta vez odiamos a El sembrador de sombras sin posibilidad de perdón. Pero impotentes.

Lo imaginé en su didáctica habitual de los jueves:
De pie ante la rústica mesa de tablones.
Tres cuchillos a lado y lado.Pulcramente peinado,
con sus ya universales lentes de aros delgados.
Las mangas de la camisa recogidas casi hasta los codos.
Un amanuense llega con los niños.
Invariablemente tres y apenas a un año del nacimiento.
Un lampazo negro de cinta adhesiva sella sus labios.
Sesenta o más ojos miran sin mover un músculo del rostro.
Son facciones de todas las índoles. Matices del rictus resultan de carencias asimiladas.
La esperanza no pasa de dormir la noche de ese día
y confirmar la vida en la nueva madrugada. 
Son blancos, negros, indigenas, mestizos, zambos. Hombre y mujeres.
Nadie llega a los primeros veinte años de existencia.

El sembrador de sombras magnifica el filo de los cuchillos limándolos unos con otros.
Quien lo cuenta ha observado el brillo en sus ojos y alude a “refocilamiento”.
Yo lo declaro goce publicitado.
Busco relación causal con los encargados de las crucifixiones en Gólgota…
Hay algunas. También hay lagunas.
Aventuro similitudes específicas, pero El sembrador de sombras es eximio en eso
de las emulaciones.
Luce incomparable ante “Vlad III de Transilvania, el empalador.
Hijo de Vlad ‘El Diablo’, que era espadachín de la orden del dragón, de afamada crueldad y sanguinario sin par.
Encuentro un rey lascivo polivalente.
Encuentro los casos y las cosas del Marqués de Sade.
Paso de largo ante la milenaria y refinada tortura de China vs chinos.
Paso de largo frente a quien manipula una cámara de gas.
Paso de largo frente al guillotinador de más oficio.
Paso de largo frente a todo sicario notorio y típico.
Y paso de largo…

Encuentro ficheros de engramas, sumas de Dianética.
Encuentro el cuchillo-pene vengador por trastoque en anhelo/espejo de la otredad.
El sembrador de sombras coloca un niño donde sea fácil su manejo.
Otea que todos lo miran. Observa cada rictus... ese tremor.
A otros nada perceptible. Y poco o nada intuíble.
El, siempre está a buen recaudo: 12 anillos humanos de mil mil soldados.
Son soldados de corazón grande y mano indeclinable.
Para disparar la ráfaga.
Para clavar el cuchillo: su personalísimo regalo de graduación.
Son soldados de la Patria grande.
A varios metros de su espalda, el cocinero atiza el fuego del fogón de piedras.
Sobre éstas, un caldero inmenso. Vapores de agua preludian la gran ebullición.
Su ayudante lo mira con aprenhensión.
Quien refiere este momento maldito para la condición humana,
infiere en la ansiedad del ordinario ante el estilo que El Sembrador de Sombras vaya
a usar para tasajear el cuerpo previo ya al rictus mortis, y entonces en sus manos.

El sembrador de sombras ha mostrado una gran diversidad de estilos
para llevar a cabo cada acto de cuanto hace.
Vox populi ya devela (a sotto voce) que a su padre lo degolló casi con fruición.
La razón: ofuscadísima discusión durante el reparto de potrillos lipizzanos provenientes de la Escuela Española de Equitación de Viena.
Las grandes empresas de difusión de la noticia, fieles a la tradición,
endilgaron el acuchillamiento a los proverbiales enemigos de la patria.  
El cocinero deposita en el caldero las vituallas y hortalizas dables en los entornos.
El sembrador de sombras hinca el cuchillo en la garganta del niño.
El murmullo gutural colectivo quiebra el silencio.
Un amanuense aparece por la derecha y rompe el rito lúcido de El sembrador de sombras y la plena prueba que dirimirá cuántos mozalbetes resisten, y cuántos sucumben y serán carne de cuchillo, o de navaja o de escalpelo, u otra forma forma de expiar la incompetencia en distintos escenarios. 
El amanuense presenta a Rittus, Obdul y Pachuss, los mastines de El Sembrador de Sombras.
El sembrador de sombras saca el cuchillo de la garganta del niño, que en ese instante se abandona a los estertores de la muerte.
Rittus mueve el rabo.
Obdul mueve el rabo.
Pachuss mueve el rabo.
El sembrador de sombras saca un ojo al niño, ya exánime, y lo tira al aire sobre los mastines.
Pachuss lo apaña, medio lo masca y deglute.
Rittus gruñe y se relame atento a El sembrador de sombras.
Obdul gruñe y se relame atento a El sembrador de sombras.
El sembrador de sombras denota devoción por sus mastines.
El otro ojo va directamente a Rittus.
Obdul es premiado con la lengua del bebecillo.
El sembrador de sombras corta el pene del cadáver, lo abre en dos bandas, pide limón, picante y sal al cocinero, y tras untuoso sazonamiento lo muestra al respetable, se lo lleva a la boca, empieza a masticarlo y se ocupa en descuartizar el primero de los tres niños que serán la carne de ese sancocho del bautismo a los buenos testículos y los buenos ovarios. 

Para entonces ya era yo este escucha captador del ruido depurado/ del sonido sutil
Pues desde entonces poco o nada puedo ya hacer, descontando también este hablar quedo, este susurro… y mi más hermoso esfuerzo.
No es fácil ser cuadrapléjico.
Encarno la falla de un castigo.
Que no es el talón de Aquiles de El sembrador de sombras.
Pero sí que no todo lo suyo es perfección.
Ningún bípedo pensante está exento de la grieta.
Por ella resopla el viento frío que lleva gelidez a su alma.
 
Eran los días de las grandes didácticas de El sembrador de sombras.
Yo vivía en la comba ahuecada de una ceiba.
Pájaros cagaban mi testa.
No era calvo yo entonces.
Mi fronda pelirroja lucía como síntesis solar aquí en la tierra.
Los años pasaban lentos.
A contravía de cada tajo en cada pescuezo.
Lo que me vincula a la necesidad de odiar.
Y aunque la gente moría desmembrada,
también moría ahorcada.
A cuchillo.
Cosida a balazos.
Ahogada en masas de excremento humano.
O deshuesada.
Molida. Literalmente.
O ardía viva en una hoguera de gruesos leños.
Biblia en mano, los gringos del Intituto Linguístico de Verano, aludían a castigos provenientes de la oquedad postrera del Universo.

(Wikipedia: “en América Latina se ha acusado a SIL, Summer Institute of Linguistics, de ser cómplice de las compañías petroleras, al ayudar a éstas a que los indígenas abandonaran sus tierras y que estos se las entregaran a las citadas compañías, usando además métodos turbios. Se dice que sirve como avanzadilla de las nuevas explotaciones de petróleo. Para reforzar este hecho se afirma que las organizaciones humanitarias de la familia Rockefeller —dedicada al petróleo— financian a SIL. Por estas razones fueron expulsados de Ecuador en 1980. También en los años 80’s fueron expulsados de Brasil, México y Panamá, y su presencia fue restringida en Colombia y Perú”).

Los mandé a la mierda.

Además de la Biblia, nos enrostraban una formación atlética jamás vista en los contornos, eran casi como Hulk, el monstruo verde de los comics, y las películas de Hollywood. Pensé que era realidad cuanto, refocilándose entre ellos, decían en ingles, seguros de que nadie allí los
entendia, que también eran miembros de Blackwater, el ejército mercenario más grande del mundo

(Según distintas fuentes: Blackwater Worldwide es una empresa militar privada estadounidense que ofrece servicios de seguridad. La sede principal está situada en Carolina del Norte, donde poseen un complejo de entrenamiento táctico especializado. La empresa entrena a más de 40.000 personas al año procedentes de distintas ramas de fuerzas militares del orbe, así como otras agencias de seguridad de varios países).

—Estás tostao, dijo Karl.
—Juan 6:47 es el versículo apropiado en tu caso, dijo Kris.
—El todopoderoso te acoja, dijo King falsamernte ceremonioso.

 Otra vez los mandé a la mierda.

Un sergeant instructor del batallón Guardia Presidencial fue enviado a partirme el culo.
Y todo porque los 15 versos de 15 letras c/u que escribí y publiqué en un semanario cuasi
clandestino de Envigado City, aluden:
A esos seres agobiados por la soledad interior que no pueden explicarse.
A la sin razón de sus vidas, más la certeza de que toda lucha es inútil.
Al desconcierto de no encontrar culpables.
Al anhelo recóndito de acabar el mundo de un sólo puñetazo.
Al acoso de un deseo que no genera su propia explicación.
Al ímpetu gestual que desdibuja lo ecuánime mínimo en el bípedo pensante.
A repentinamente sentirse en una jaula.
A repentinamente creer que su hábitat es un closet de cristal.
A la falta de coraje para declararse vencido.
A la falta de testículos/ovarios para matar a quien le mata.

El sergeant trajo consigo una maquinita inventada, según el, en University of Haifa.
No le creí, pues todos los gringos que prestan servicio fuera de su país son mentirosos.
Y porque University of Haifa no puede desprestigiarse de manera tan flagrante.
La maquina resultó eficaz apenas un 50 por ciento. Pues si bien me ocasionó dolor físico equivalente al combinado de 7 mujeres pariendo de manera natural, no pudo quitarme la vida, pese a ser utilizados sus 12 distintos mecanismos de tortura.
El sergeant se aburrió y me dejó vivo, acaso confiado en que las moleduras de mis músculos y articulaciones bastaban para culminar un insoportable y lento dejamiento de la existencia.

Más que en estado vegetativo, quedé en condición gelatinosa y cuasi nulo para casi todo.
Tu madre decidió, di tú… ¡re-criarme!
Y no puedo decirte que el calvario a dúo sea más soportable.
El mismísimo sol se burlaba de mí.
Pase a ser como una serpiente albina que cada dia cambia de pellejo.
Fue que algo en el sistema inmune se me dislocó y de lo que ya estoy recuperado
Pese a todo, yo solía cantar.
Eran versos de Miguel Hernández
Poesía sufí tocante al amor.
Y salmos que averguenzan a la condición humana.
Estos últimos, sólo cuando tenía la autoestima por el suelo.

No bien el sergeant dejó el entorno, mataron a mi padre.
Debo decirte que él era un fugitivo.
Tenía sentencia de muerte por robar lo que hallara para llenar la tripa.
Pero no quedaba nada más por hacer.
A quién pedir. Y cada vez había menos lugares donde robar.
Con sus hallazgos, mi padre preparaba caldo de mixturas en un refugio para ciegos.
Un buldozer pasó 300 veces sobre su cuerpo.
Los ciegos también murieron: la hambruna, hermana morocha de El Sembrador de Sombras, no perdona.

¡Ah tiempos esos! los de El sembrador de sombras: tan ocupado en llevar a cabo cuanto no
alcanzaron hacer los hórridos leviatanes de América Baja.
Las hizo como aspid disimulada en una piel de oveja
Y lo escuchamos Augusto Pinochet
Lo aplaudieron Juan María Bordaberry
Lo temimos Gustavo Díaz Ordaz
Lo miramos Jorge Rafael Videla
Lo odiamos Anastasio Somoza Debayle
Lo agasajaron Hugo Banzer Suárez
Lo repudiamos Francois Duvalier
Lo impugnamos Juan Vicente Gómez
Lo maldecimos Efrain Rios Montt
Lo adoraron Rafael Leonidas Trujillo
Lo soportaron Alfredo Stroessner
Lo ensalzaron Humberto Castelo Branco
Lo confundieron Alberto Fujimori
Lo obedecieron Roberto d'Aubuisson

Sus hechuras fueron maná democratico para vastos segmentos del mundo.
Misión de la mass media besaculo a quien manipula y acumula poder.

No es oficial que los dos metros cuadrados, sobre los que El sembrador de sombras llegó al mundo vayan a ser exorcizados, entretanto, precluye el tiempo para ser bendecido.

Tu madre era bella.
Rubia platinada.
A veces, alegre como fandango en vereda tropical.
Brava y circunspecta.
Dada a la diatriba en jerigonza.
Brava porque robaba el azúcar a las postas de soldados
y preparaba caramelitos de herbajos agridulces.
Endulzaba infusiones que me daba a sorber en cucharadas.

Tu madre era en parte como La Cándida Eréndira.
Eso sí, emancipada. Dueña de las hilachas de su albedrío.
Su praxis se daba en un pueblo de tres calles.
Una principal, con dos bares de mala muerte.
Alli vendía su carne a camioneros de ir y venir.
Regresaba con cazabe y almojábanas. Café y panela.
El despojo completo de un puerquito, bananas, queso de cabra.
Angosturas del vivir y del quehacer
que El sembrador de sombras fue dejando en nuestras vidas.
Tú naciste en el fragor de todo aquello.
Y porque un día tu madre me advirtió pleno de vivacidad.
En horcajadas sobre mi cuerpo acudió al movimiento dable en ella.
No puedo escribir más de esta historia.

Eso es todo.

New York mayo 2013

domingo, 16 de junio de 2013

“Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!”



Anoche, tus labios,
me amanecieron soleados
Cada verso vertido
de Stepansky y de Vallejo
despertaron al hombre que dubito si ya desmantelar
Las energías que disparan rayos y truenos
se desparramaron en los ojos del espejo
tú trilcera yo letrófilo, inauguramos el conciliábulo
y aquelarres y rifirrafes de miradas decidoras
round trip
confirmo que hubo.
Nuevas motivaciones se encabritaron sin desparpajo
corcobeantes.
Y hasta bicho raro me columbré,
como burro instalado en el nido de la oropéndola y sin saber qué hacer...
¡Pero nada!
Tus ojos no permiten segundas opiniones
y clavados en los míos
me tienen, creo yo, en el tíbiri tábara...
Pensándote,
y bisbiseando a Neruda
del 1 al 20.
La ventana acaba de mostrarme flores
no me acordaba de que existen:
fue el aroma,
intentando imitar el tuyo
transpiración de poeta
como bañándose entre rosas y luz de luna
al abrazarnos
al despedirnos
y tus labios ahí...
decidores de Alfonsina


New York junio 16/2013

martes, 11 de junio de 2013

Lo Andino-Newyorkino y los logos dominantes

Lo andino es una concepción o una visión de identidad. Y acaso la búsqueda —casi siempre dolorosa— de una integración, más que todo quimérica. Es en todo caso, un proceso cultural con una dinámica asimismo accidentada.
 
Lo andino es un cosmos que se asoma y se expresa en cada mujer y cada hombre raizales de la Cordillera de los Andes y sus estribaciones; de los valles, las montañas, los cerros, el campo abierto y las costas en ambos océanos. Lo que conlleva pensamiento y sentimiento, alma y nervio que integran realidad y devenir en ciudades y pueblos de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela. Pero más específicamente Bolivia, Colombia, Ecuador y Perú.
 
En New York City, lo andino es ya una presencia definida, aunque dispersa en los múltiples barrios donde se asienta el éxodo o migración (económica) de América Baja (América del Sur) a esta altura continental donde, en los últimos tiempos el famoso sueño deviene pesadilla a toda piel.
 
No tan sólo vemos lo andino en las celebraciones que llevan a cabo las comunidades de, mayormente, los cuatro países andinos arriba señalados. Lo andino está en el rostro del hombre y la mujer que van y vienen por calles, plazas, y parques, que se definen y se distinguen por el trasunto étnico, el que, además del rostro, lo integran el atuendo, el ademán, ese bisbiseo atragantado del marchante y la marchanta explicándose la vida, y la mejor versión de la  sencillez humana a la par de cierta altivez que resulta del orgullo de ser heredero del ancestro glorioso, al que en forma irresponsable propios —incluso—, y extraños,  le atribuyen o le cosen las distintas porquerías de cuanto se califica como  “magia”. Pero que es algo tan superior y resultado de la experiencia o realidad: el herencial de sabiduría y conocimientos recibidos de sus mayores y manejado mediante la memoria selectiva, a través de un proceso ordenado por la inteligencia emocional.
 
Algunos días atrás tuve la oportunidad de escuchar a Manuel Quispe, un indígena peruano que anda por el mundo —y estuvo en la ONU— hablándole a gobiernos, políticos, científicos, y en general a los poderosos del mundo sobre el peligro que representa para nuestro planeta y consiguientemente para la supervivencia humana, la indiferencia, las mentiras y el autoengaño de unos y otros, ante el daño que la actividad industrial, y comercial, extremas, ocasionan al medio ambiente. Exponía don Manuel su apreciación sobre el fenómeno con gran rigor científico, pero al mismo tiempo con palabras sencillas, poéticas a veces, y con ese dejo de humildad y ternura que regocija el espíritu.
 
Pero ese espíritu de don Manuel Quispe, que expresa el cosmos andino, apegado a la tierra, dependiente de ella, por ende, cuidándola y respetándola siempre, tiene poco o ningún espacio en lo que ha resultado de la transculturización del emigrante proveniente de los Andes, ya aclimatado al proceso productivo en Estados Unidos, y sea cual sea el país o región (andinos) de procedencia.
 
La simbiosis cultural que ocupa mente,  pensamiento, actitud, intención y acción  del inmigrante andino, si bien expande su perspectiva de la realidad y sus horizontes, resquebraja sus valores ancestrales. Y con la nueva tabla de valores llega el individualismo a ultranza a la vez que desaloja la costumbre ancestral del colectivismo.
 
De ese despojo no hay forma de recuperarse, por ser una constante que se activa a cada momento, con cada acción que emprende el individuo en procura de su supervivencia Porque es un hecho que el american way y la globalización nos obligan a dar un viraje diferente, respecto de lo que hemos sido, y a entender que nuestros símbolos ya no nos pertenecen, aunque quienes nos los quitan, los sigan señalando como nuestros.
 
Ante esa realidad tan feroz y vertical, la originalidad y la autenticidad se diluyen, y son inevitablemente absorbidas por el brillo que emana de toda mercancía antes de ser utilizada.
 
Surge entonces la  pregunta de si el universo andino es ya un logo en la Capital del  Mundo; pues al exponerse en fiestas, desfiles, galas y otros convivios, resulta imperativo el apadrinamiento del sponsor, que planta su logo comercial-universal junto al culito adornado de la bailarina, o en las babas serviles del que agradece el patrocinio de…
 
Hace poco cocacola compró a Inkacola. Inkacola es un refresco, una soda, cuyo nombre lo conecta con Perú. Inka es aquí Inca. Inca es el alma peruana. Y uno se  pregunta si otras almas se seguirán vendiendo. Total, en América Alta Business is Business. Todo se compra; todo se vende. Y cualquier oferta pagable con el cheque corporativo resulta apetecible y es irrechazable… Obviamente lo que se compra y lo que se vende adquiere valor de uso. Y también de desechabilidad. Y el símbolo andino no está exento de esta compra y de esta venta.
 
Queda entonces buscar la respuesta de, si las esencias, tradiciones y costumbres; los folclores de lo andino en New York tienen ya un precio o pueden ser evaluados según lo cuantitativo presencial en el desfile o la gala. Y si hay más, o menos, fondos federales y locales para lo andino según la cantidad de personas que puedan ver lo anunciado, que serían las mismas que, de forma directa o subliminal, asimilen la presencia de la marca o el logo de la corporación que “dio” el grant.

RECORDANDO A SINCE


Acordarme de Sincé es ahora mucho más cotidiano. Y Facebook tiene mucho que ver. Ya que, con frecuencia, encuentro en el muro los comentarios de Any Merlano sobre el lugar donde nací. El segundo apellido de Any es Garrido. Así, tras la identificación de algunas coincidencias, como el hecho de que ella es periodista y yo llevo más de 30 años bregando en estos menesteres, decidimos ¨reconocernos¨ como primos. ¨Mi prima¨ vive en Sincelejo. Yo resido en Nueva York.
 
Del Sincé de mis primeros casi 8 años, los que viví allí, rememoro algunas cosas… o hechos. Son vivencias que prefiero calificar de anécdotas. Los rostros que fluyen en tales recordaciones, son, empero, difusos. Como en sepia… Muy opacos.
 
10 años después de dejar Sincé para vivir a Barranquilla, adonde me llevaron mis padres y donde crecí, regresé al pueblo. Para entonces transitaba los 17 o 18 años de edad. Sin embargo, mis remembranzas infantiles se imponen a las escasas vivencias de aquellas dos o tres visitas juveniles, que fueron de días, o una, dos semanas.
 
Lo más remoto que me llega a la memoria es el pirulí que mi padre, don Ascanio Garrido, puso en mis manos. Lo llevó de Magangué, de regreso de un viaje de negocios. Creo que su actividad comercial, en pequeño tirando a mediano, involucraba algodón, café y bocachicos fritos magangueleños. El confite era una esferita compacta, roja. Yo no tendría arriba de 5 años y la confundí con una cánica o ¨bolita uñita¨. La tiré al piso de tierra apretada y me puse a jugar con ella. Mi padre la recogió, la lavó y me la puso en los labios. El sabor desconocido y dulcificado en la punta de mi lengua me dio alegría, y creo que sonreí gozoso, porque mi padre me dio un abrazo.
 
Tal recuerdo resulta de cuando vivíamos en un lugar llamado ¨Carratico¨, en un caserón a la orilla del camino hacia uno de las dos fuentes de agua de Sincé: El Estanco. El otro era El Trébol, en un sector del pueblo cuyo nombre desconozco, aunque recuerdo que en su orilla nacía La Bodega, calle arenosa, en declive… y famosa. Era una fama casi macabra, pues nacía del rumor sobre la aparición de una ¨oscurana¨ (también podría ser un “Aparato” o una “Aparición”).
 
En todo caso era una mancha negra enviada por el diablo, que recorría La Bodega después de la media noche, a la caza de noctámbulos y borrachitos que se advertían propensos o merecedores del castigo divino. Por ende, objetivos del diablo y de otras entidades Made in el Infierno. Cabe destacar que Sincé era en esos años un fortín de ¨aparatos¨, ¨oscuranas¨, perros sin cabeza pero con lenguas de fuego; demonios, brujas y otras apariciones y fantasmagorías que brotaban de la boca del cura, en la misa, o durante el Angelus, y se diseminaban, particularmente, a través de rezanderas de velorios.   
 
El Estanco era un lago pequeño. Estaba mayormente cubierto de taruyas y otras plantas acuáticas. Muchas de ellas con flores moradas o magenta o fucsia… ¡y blancas! No puedo asegurar si había nenúfares. Algunas hierbas que obviamente no eran la ¨faragua¨ se alzaban erectas. Había babillas. Las recuerdo perfectamente.
 
En el lado más accesible de su orilla en recodo, se alzaba un ¨palo de cañañola¨ (cassia grandis de la famlia de las fabaceae) o cañandonga, o cañafístola, como le llaman en Barranquilla y acaso en el resto del país. Fue a orillas de El Estanco donde vi por primera una mujer desnuda …Confieso que me asusté. No fue un susto de miedo, sino de admiración. El triángulo azabache y en relieve mediando su estampa generaba en mí una conmoción tan misteriosa como feliz. Tendría yo a la sazón 7 años de edad.
 
Al caserón de “Carratico””, donde vivíamos, le seguía, a varios metros, la bonita ¨mansión¨ de una señora que mi madre, doña Pura Enciso, llamaba ¨doña Juanitica¨. Enfrente, y en un elevado de terreno, estaba la casa con paredes de cal descarchada de un policía de apellido Calvo. Es vago pero fiel el recuerdo de este personaje con su uniforme kaki, su ancha correa negra y su gorra de portero. De allí en adelante, lo demás era monte o carretera y la salida hacia Betulia, Corozal, Sincelejo...
 
El otro lado estaba orillado de casas. Mayormente techadas con palmas, ¿de iraca? Aunque había algunas techadas con láminas de zinc corrugado, lo que denotaba un mensurable progreso en el área de la construcción justo en la entrada de Sincé, de paso, indicación de una mejor economía de sus dueños. Me acuerdo de un ¨estanquillo¨ o bar llamado ¿Pénjamo?  A una señora que recuerdo muy bien, Prisca, no la puedo relacionar con el bar ¨Pénjamo¨, pues tengo dudas en ese sentido.
 
Más adelante estaba ¨La Gul¨, una manga de terreno que fungía también de calle despoblada, y por la que se extendía un grueso tubo de hierro, con un tramo en tierra, otro tramo elevado y por el que corríamos algunos chicos de los alrededores. Era el oleoducto por donde viajaba el crudo que la Gulf, petrolera inglesa, extraía de las entrañas de nuestro suelo y se llevaba gratis hacia sus refinerías. Bueno, no del todo gratis, si es cierto que de todo esto resultó la fuente que hizo multimillonario a Virgilio Barco Vargas, una de nuestras verguenzas presidenciales.
 
A continuación empezaba el ¨casco urbano¨ de Sincé. Básicamente lo inauguraba la Plaza de la Esmeralda. Creo que así se llamaba el barrio. A la plaza la antecedía una hilera de casas que daba continuidad a la entrada principal del pueblo. Al frente de esas casas, cinco o seis, estaba la extensión del patio de un caserón cuya enormísima fachada era uno de los frentes de la plaza, la que recuerdo como un pentágono o hexágono un tanto disparejo, señal de una urbanización más que todo, expresión del capricho y la oportunidad del momento, que como resultado de un modelo urbanístico preconcebido, armonioso.  
 
Pienso que la casa era propiedad de un señor llamado Elías Pontón y no recuerdo si en el extenso patio se ordeñaban vacas. Aunque sí puedo ¨identificar¨ (¿percibir con la memoria?) el vaho característico de la boñiga vacuna (excremento) que se seca con el sol.. Al otro lado del patio, al fondo, y ya en la otra calle, había una Ceiba enorme, cuyos “frutos” pendiendo de sus ramas o desparramados en el suelo, llamábamos “bacota”.
 
En la otra acera de esa calle, caía en picada una puntita de monte, de donde una vez salió un chivo bastante agresivo y sin dueño reconocido, que estrelló su frente de piedra y sus cuernos contra el trasero de un señor llamado Agustín Doria, dejándolo lastimado, y sentándose de lado y en la cama durante algunos días. La calle atravesaba la manga por donde se extendía el oleoducto tragón de ¨La Gul¨.
 
Un poco antes del ángulo formado por dos cercas con alambre de púas, había un ¨palo¨ de cereza. Una de cuyas cosechas casi se la come completa un muchacho no recuerdo si se llamaba Segundo o Tercero, pero era numérico tal nombre. La hartazón tapó sus intestinos y tuvieron que llevarlo de emergencia a que lo destaparan vía bisturí, no sé si en Sincelejo o Cartagena, pues en Sincé no existía aún el instrumental requerible para el caso. En la extensión de la orilla alambrada de la manga que servía de nicho al oleoducto de la Gulf, se imponía un altísimo árbol de Guanacona. Una especie de guanábano gigantesco. S
 
us frutos eran igual, gigantes y rosáceos, tupidos de una especie de ‘pezones’ puntudos, su pulpa color zanahoria era suave, casi sedosa y un sabor agridulce muy sui generis. Junto a éste, se alzaban algunos árboles tejidos en sus primeras ramas con un tupido y delgadísimo bejuco, era una planta parásita que mi padre llamaba ¨barba de chivo¨ y que mezclaba con la pulpa o masa del totumo, sábila, una planta medicinal de patio llamada taspín y miel de panela. De tal mezcla, hervida en olla de barro con fuego de leña, resultaba un riquísimo melao contra la tos ferina.
Me acuerdo de nombres como Carmen Ucrós, una especie de matrona del sector; de Miguel Junieles, alguien de apellido Severiche, no sé si Manuel del Cristo. Una familia de apellido Sanctís. No puedo ubicar dónde vivía Simplicio Cantillo. Pero estoy seguro de que existió. Pablo Longuillos también fue real. Y estoy seguro que también Vitalio Cervantes, Silvestre Santos, alguien de apellido Ulloa y una familia de apellido Aguas y otra de apellido Jaraba, todos ellos vivían en la Esmeralda.
 
Cerca, frente a la Ceiba ya nombrada, vivía un señor algo gordiflón que puede ser alguno de los personajes ya señalados. Tenía, mínimo, cinco hijos. Tres se llamaban o eran llamados Chicho, Nino y Silvito. No recuerdo si sus hermanos mayores eran Luis Simón y Armando. Este último era pacífico y conciliador, como buscando el balance frente a Luis Simón, que era flaco, ganchudo, parecido a Torombolo, el amigo de Archie, el de la historieta o comic.
 
Luis Simón era quisquilloso, buscapleitos, agresivo. Nos reuníamos, con mi hermano Isaías y otros muchachos en los alrededores de la estatua de la Virgen del Carmen, casi en el centro de la plaza. Recuerdo que el parecido a Torombolo le dejó caer un pescozón en la mollera, tan feroz como cruel, al hijo de una señora llamada Francisca Guerra, que vendía queso, creo. Allí estaba Carlos, hermano menor de la víctima. Carlos salió tras el agresor, lanzándole maldiciones en tanto trataba de alcanzarlo, y jurando que lo iba a matar.
 
La temporalidad de tales eventos puede ser identificada con la fecha de aparición de ¨Anoche, anoche soñé contigo/ Soñé una cosa bonita/ Qué cosa maravillosa… / ¡Ay cosita linda mamá!¨, canción de Pacho Galán que marcaba el ritmo en todo el Caribe Colombiano, y cuyo estreno en Sincé corrió a cargo del picó (equipo de sonido) de un adelantado musical que mi padre contrató ¿en Magangué?, para celebrar el cumpleaños de una de sus hijas.
 
Fiesta en la que, si bien no hubo guachafita con sangre, sí cierto rifirrafe verbal… con ribetes políticos. Pues Amadeo, un chico hijo de un gamonal godo, y entre los más violentos del entorno, era el enamorado de mi hermana Dolly. La cumplimentada.Y mi padre, que más que liberal era de la vertiente de Rafael Uribe Uribe-López Pumarejo-Jorge Eliécer Gaitán, le pidió el favorcito que abandonara el convivio merecumbero. El muchacho, que la estaba pasando rico con mi hermana, se resistió, Dolly se puso a llorar y hubo que dejarlo así. Otro dato cronológico señalador, son los juguetes que repartió a los niños pobres de Colombia  —y por supuesto de Sincé— el general Gustavo Rojas Pinilla, último dictador militar colombiano y acaso precursor de la llegada del plástico a mi patria chica.
 
Y recuerdo también la vez que un aerolito o piedrecita cósmica o¨estrella fugaz¨ atravesó el cielo de Sincé, generando el pánico colectivo y el tañido repetitivo y nervioso de las campanas de la iglesia. Parecía que se iba a acabar el mundo, porque la plaza de la Esmeralda se atiborró de gente asustada y clamando perdón al Cielo. Los alrededores de la estatua de la Virgen del Carmen se llenaron de velas encendidas. Puedo acordarme de la algarabía y el temor ante el fin de todo como castigo divino. Mi padre, que era contestatario en muchas cosas y se iba siempre por la explicación cientifista de ciertos fenómenos, dijo que era un ¨satélite de los rusos¨ que se había desviado del rumbo.
 
Lo que llegó a oídos del cura, y lo que le granjeó a mister Garrido la inquina del representante del Vaticano en Sincé. Un cuarto de siglo después, ya en Barranquilla, y frente a un plato de mazamorra, la discusión conyugal se reavivó, pues mi madre seguía considerando el hecho una advertencia divina y mi padre respondió: ¨Fue sólo un antecesor experimental del Sputnik, querida. ¿Hay más mazamorra?¨.
 
Fue a mi madre a quien le escuché la mención de ¨Milán¨, un tipo (según ella, no era de Sincé) que se vestía de mujer y se maquillaba de lo más femenino para entrar en la corraleja a lidiar toros, durante las corridas de septiembre, en la celebración de las festividades de la virgen del Socorro, la matrona celestial de Sincé. ¨Quedaba tan igualito a una mujer que hasta engañaba¨, abundaba mi madre cada vez que contaba la historia. Cuando mi padre le dijo que sin duda era un homosexual (¡maricón!, sentenció mi padre), o travesti, o fetichista, o las tres cosas a la vez, mi madre se limitó a contestarle: ¨Contigo sí que no se puede¨ y no volvió a tocar el tema delante de don Ascanio Felipe Garrido Romero.
 
Mis vivencias en La Esmeralda son las que más recuerdo. Como el jueguito de ¨Estaba la Marisola, sentada en su vergel/ Abriendo una rosa y cerrando un clavel¨ de mis hermanas Reinelda, Eda y Dolly, en la puerta de la casa de Damiana Baldovinos, nuestra bisabuela materna. Una viejita que se había vuelto chiquita de lo arrugada, que se la pasaba bebiendo leche todo el día y dándole vueltas a una camándula. Me acuerdo que en un terraplén de la plaza había un árbol frondoso, no puedo precisar si era de tamarindo, de matarratón o de olivo. Más que todo era un amarradero de burros, incluyendo el de mi tío José, el hermano menor de mi madre, y quien una vez se encorajinó porque la noble bestia no se movía a su antojo y le dio una trompada en la frente. El burro no se dio por aludido, pero a mi tío se le astilló un hueso de la mano.
 
Y me acuerdo de Quiroz, al otro extremo del pueblo. Creo que Quiroz era un ladronzuelo, y puede que con algunos desajustes o desarreglos de conducta. A veces me pongo a pensar si no era más que todo un rebelde con causa por las palizas que, decía mi padre, le dejaban caer varios miembros de su familia. Dormía sobre las tumbas, como quiera que ¨su casa¨ estaba cerca del cementerio. Su vida, si es cierto lo de las palizas, bien puede considerarse de demasiado amarga y sin sentido. Un día se subió a un árbol, se amarró la punta de una soga en el pescuezo, ató la otra en una rama y se lanzó al vacío, ahorcándose.
 
No estoy seguro si alguna vez hubo una corrida de toros en la Plaza de La Cruz (que se realizaban y se  realizan aún en la plaza principal, aunque a veces pienso que sí. Y recuerdo, que en una de sus calles adyacentes vivía mi tía Narcisa… con su hombre, Julio Gómez. Mi madre nos contaba en el corro familiar, que Julio se llevó a Narcisa el mismo día que la conoció. Mi tía tendría quince años cuando este caballero, por invitación de terceros, aterrizó en la casa de mamá Damiana, donde celebraban el bautismo, creo, que de mi hermano Aquiles, el segundo de una prole de 5 niños y 5 niñas con los apellidos Garrido-Enciso.
 
Al ver a Narcisa, parece que a Julio se olvidó del resto del mundo. Y en una pausa del convivio, se acercó a mi madre y le dijo: ¨Esta noche me voy a llevar a tu hermana¨. ¨Tú estás loco, Julito¨, le contestó mi madre y no le dio importancia a la cosa. Pero a la hora del recuento familiar, mi tía no estaba ni Julio tampoco. No preciso si fueron 10 o fueron 12 los hijos que cosecharon. Hasta que Julio, 40 años después, se fue a vivir con una chica de 22, creo que originaria de un pueblo del departamento del Cesar.
 
De la calle opuesta y adyacente a la Plaza de la Cruz, que daba directa al mercado, recuerdo a una familia de apellido Molina, con más mujeres que hombres y quienes, todas las tardes, preparaban una especie de fritití de papaya verde, berenjenas y huevos, como sustituto del arroz y la carne. Y según los comentarios de algunas vecinas comunes y amigas de mamá, las Molina raspaban el caldero de tal hechura en la mitad del patio y haciendo bastante ruido, a fin de que el vecindario se enterara que habían cocinado arroz y estaban raspando el cucayo, o la pega. Cabe destacar que para esos tiempos, yo creo, o pienso, Sincé no producía arroz. Por lo que resultaba un artículo de lujo para la pobrecía. Obviamente, la plutocracia sinceana podía llevarlo desde cualquier lugar de Colombia.  
 
Hacia arriba, por la misma calle, y que desembocaba en la Plaza Principal, vivía una señora cuyo hijo se había ido para Panamá cuando los gringos nos quitaron esa porción de tierra y empezaron a construir el canal. Regresó casi 50 años después, y encontró a su madre viva, quien le hizo una fiestecita y mi mamá estuvo como invitada. Seguir subiendo es recordar la bocina o parlante tipo embudo en lo alto de una caña guadua o bambú, disparando rancheras de Tito Guizar y canciones de César Castro como… ¨De esa manera murió Rafael, y su hermano Pedro Soto/ Y la malvada de la mujer, a los cinco meses se casó con otro¨; o algunas otras sin intérpretes recordables como ¨Me robaron el pantalón, camisa, zapato y media/ Y un sombrero pajarón, que he comprado pa´la fiesta¨. 
 
Quizás una o dos cuadras arriba, doblando hacia la izquierda, encontramos a Carolina ¨la boca jonda¨. De ella me acuerdo en su físico y en su gestualidad. Lo de ¨jonda¨, sin duda hacía alusión a honda. Y se debía a que carecía de la totalidad de sus dientes en ambos maxilares, lo que le daba un aspecto facial como si le estuvieran chupando la boca desde adentro. Carolina era una mujer de baja estatura, con ojos de ratón, y con mucha chispa.
 
Se movía en el negocio de la yuca, el ñame, la ahuyama, que si la batata. O sea, casi todo lo que genera la cosecha del agricultor de la zona. Compraba y vendía. Eso sí, tenía una balanza o peso, para comprar y otro para vender. Sin duda, en los pesos (balanzas) había alguna cantidad de más y de menos, respectivamente, que la favorecía. Su marido la ayudaba. En una ocasión Carolina fue a otro lugar en un viaje de negocios y dejó a su marido en la gerencia. Este, invirtió las balanzas en las operaciones.
 
Tras regresar, y pedir a su marido que le señalara con cuál peso compraba y con cuál vendía, supo la razón del bajón en la mercadería y en el dinero líquido. De allí no sé más, pues hasta ahí fue la conversación sobre el tema en la mesa, una vecina contaba, mi madre escuchaba, y algunos de sus hijos también. Entre ellos yo. No recuerdo si ¨las Montes¨ (supongo que varias hermanas… ¿solteronas?) que vendían ¨género¨, telas, tafetán, tela de galleta, organdí, satén, estaban en esa calle o en otra. Al final de la calle, ¡esa calle!, ya estamos a una cuadra de la Plaza Principal. A la derecha la calle llega en declive hasta La Bodega, y allí vuelve a subir hasta lo alto de la plaza de la Esmeralda. De esa calle hay recuerdos de ambas épocas, pero la primera va desdibujando de mi interés al escribir sobre Sincé, a la segunda. Aparece el mercado en la esquina y un poco más abajo, en la otra acera, la sala de cine, luego hay un vacío en mi memoria bastante extenso.
 
Las imágenes regresan casi al llegar a La Bodega. Una señora que recuerdo haber visto en el ventorrillo de María Ucrós, en la esquina, confiesa que no puede dormir si no unta su lengua con Mentolín y se pone en ella un Mejoral hasta que la pastilla se disolviera. En esa misma cara de La Bodega, mediando la cuadra, creo que había una especie de ¨casa de citas¨, un tomadero/metedero con ortofónica, ron gordolobo, ron ñeque y algunas chicas con oficio de rebusque. En la otra esquina una señora llamada ¨Chon¨ Amel, que vendía queso y cuya hija, Bernabela, compitió para reina de Sincé frente a una muchacha llamada Alfonsina, creo. No puedo precisar quién ganó. De regreso, en la otra orilla, y en diagonal a María Ucrós, la bella casa de mi tío Andrés Enciso.
 
En realidad, tío de mi madre y hermano de Narciso Enciso, mi abuelo, el esposo de Amada Atencia, mi abuela. A papá Narzo, mi abuelo, lo recuerdo grandote. Fue un espécimen hecho para el trabajo fatigoso, un hombrón de bronce, sano y vital. Su misión en la vida consistió en: escuchar a mi abuela, hablar poco, engendrarle y ayudarle a criar creo que 9 hijos y hacer que de su ¨rosa¨ (siembra) brotaran esas cosechas casi de leyenda y cuyas viandas —sobre todo la rojísima y dulcísima patilla y el melón aromoso— todavía me aguan la boca. La casa de mi abuela estaba, subiendo hacia la Esmeralda, en la misma acera de María Ucrós.
 
En la otra acera, pero más arriba, vivía Juana Funes, no puedo garantizar la remembranza de que era la enemiga favorita de mi abuela Amada, cuya estatura mediaba entre la del cantante brasilero Nelson Ned y la del compositor y cantante mexicano Armando Manzanero y cuya lengua era picosita in extremis para el comentario diversificado. Hay que regresar a la calle de ¨Chon¨ Amel, porque enfrente y en la esquina, en diagonal, vivió mi abuela paterna, doña Leonidas Romero. De Garrido en primeras nupcias y de De la Ossa en las segundas. Mi papá fue su único hijo, creo, en el enlace con don Sebastián Garrido, a quien mi padre recordaba como ¨Papá Chan¨. Del segundo señor, acaso, quedaron tres vástagos.
 
Declaro que desconozco el nombre del señor De la Ossa. A mamá Leonidas la recuerdo bien matrona. Cabello negrísimo y largo, hasta la cintura; vestido enterizo hasta los tobillos, de fondo blanco con mariposas y pajaritos, pequeñitos y negros. Era una mujer de semblanza impasible tirando a grave, afectada sin duda por el hecho ingrato de una viudez repetida. La recuerdo sentada en una mecedora de alto espaldar, esculpido con motivaciones florales. Hacia la Plaza Principal vivía Julio Fernández, mi padrino de bautismo, dicen que era turco. Tenía un camión, creo que rojo, cuando se le apagaba le tocaba encenderlo dándole manivela por delante. Y lo insultaba si el motor no arrancaba al primer o segundo intento, cuando al fin lo encendía le gritaba: “¡Chufla ahora hijueputa!”.
 
Desde La Bodega y hacia la Esmeralda vivía mi padrino de confirmación, don Manuel García, hacendado y ganadero… ¡Bien trabajador! Lo recuerdo con algo de ternura, no sé por qué. Más arriba, casi frente de la casa de mi padrino Manuel, recuerdo a un señor bastante delgado y siempre bien vestido, ¿Félix?, que ponía inyecciones in situ y a domicilio; tenía un radio grandísimo que mantenía encendido a bajísimo volumen. En la calle de atrás existía una señora que era la reina de los piononos y otros dulces cuyos nombres no recuerdo.
 
Ya en Barranquilla, escuché que esta dulcera jamás permitió que la vieran trabajar, llevándose su fórmula, única, a la tumba. Me acuerdo de una señora Fatinisa, a la que vinculo facialmente con la Flaca Vitola, actriz humorística cubana de tantas películas mexicanas en los años ´40 y ´50, del siglo pasado. Sé que algunas veces mencionaron frente a mí a un ¨doctor Merlano¨, médico. Pero nunca lo conocí. También me acuerdo de la Mona Periquillo, pelirroja ella. Y a quien temía. Pues creía que era “La Viznuta”, una bruja que atrapó mi tío Andrés Enciso (el hermano de papa Narzo) y dizque nunca pudo soltar, pues no sabía cómo hacerlo. En el recodo de una de las calles que desembocaba en la plaza de la Esmeralda, vivía Juan Ucrós, un señor de abdomen voluminoso, cuya casa amurallada con una cerca cuyo material no recuerdo, era un misterio, al menos para mí. De él decían que murió de tanto tomar agua.
 
De nuevo en la plaza de la Esmeralda, recordamos a Nazario, que tenía un kiosco en el que vendía peto caliente y avena helada. Creo que también arepas, empanadas y caribañolas. También en Barranquilla, me enteré que trasladó su negocio para la Plaza Principal, donde fue asesinado. No puedo precisar si con tiros,  puñaladas, o de un navajazo. Hay otras calles que recuerdo, otros hechos, otros personajes que intuyo. Todo ello, todos ellos, como todo lo aquí enumerado y descrito, integran todo un sartal de hechos acontecidos que recuerdo y que garantizo no es algo onírico… Acaso …puede ser, un poco deformado. Y si sobran o faltan detalles y palabras sobre cada hecho, agradezco muchísimo si alguien decide iniciar una exhaustiva investigación, caiga quien caiga.

martes, 8 de enero de 2013

La cerveza Heineken me hace daño

Un martes de diciembre en 1998, el sol asomó timidamente su nariz anaranjada sobre el techo de un viejo edificio en el barrio de Long Island City. Yo estaba semi-borracho. Eran las diez de la mañana y me despachaba una cerveza bien fría que descubrí detrás de unos tamales arrumados y tiesos en el congelador del refrigerador. La cerveza despertó mi sed de cervezas, que era continua y bajé al store del mexicano ¨Orejas de Gato¨ a comprarme dos six-pack de Heineken. Me gusta su amargo tenue. Vivía en el quinto piso del chato edificio en el la 34 St. con 34 Avenue. Frente al apartamento que ocupaba vivía, acaso continúe allí, Dickesa, una mujer de Bangladesh, pequeñita, de rostro fino y mirada de hembra poco satisfecha con lo que ocurría en su vida.

Me gustaban fundamentalmente sus ojos, y a veces le decía que quería que hicieramos el sexo. Ella me decía que su religión no se lo permitía; era casada; su esposo era hiper celoso, y yo metía muchas mujeres en el apartamento y podía contagiarla con el sida. La curiosidad sin embargo la cicateaba y me pedía sal, azúcar o huevos, cebollas, eran excusas para entrar a mi apartamento, iba hasta el cuarto y se reía de mi cama, dos colchones, uno sobre otro en el piso, con un edredón beige de anchas rayas verticales, zanahoria y negro. Mi cama estaba rodeada de pilas de libros, revistas, periódicos, botellas de vino, whisky y brandy a medio beber, cajas de condones, alguna ropa limpia dispuesta en montoncitos, el saco de la ropa sucia, zapatos, chanclas, tres bonsais hermosos y una enorme muñeca de plástico Made in Japan. En las paredes había cuadros de Modigliani, Guayasamin, Matta... Obviamente era copias, buenas copias, eso sí. Un enorme retrato de mi ex-papá literario, Charles Bukowski, en blanco y negro y un espejo en el que me podía mirar de pies a cabeza.

Al salir, Dickesa estaba en la puerta. Su esposo, chofer de un taxi amarillo estaba trabajando, sus 2 hijas en la escuelas y su hijo durmiendo, había llegado a las 6 de la mañana: me lo dijo cuando le pregunté si estaba sola. Al verme me reparó de arriba abajo, se dio cuenta que yo cargaba una erección bastante contundente y se echó a reir. Me di cuenta del motivo de su risa, saqué mi pinga y se la mostré y cambió a una sonrisa nerviosa,... No sabía si entrar o salir totalmente de su apartamento. La agarré por un brazo, la jalé a mi apartamento, ella opuso una débil resitencia, pero entró a voluntad. La senté en el sofá, salí y cerré la puerta de su apartamento. Entré al mío y cuando llegué a su lado ya se habia quitado la blusa y las sandalias.

Le quité los sostenes, sus teticas no estaban del todo flácidas, empecé a chuparselas, empezó a gemir, le quité su falda larga, tenía un panty azul, antiguito, se lo quité, me emocionó su vello púbico, negrísimo y abundante, como un nidito de yolofó (pajarito de los Montes de María, en Colombia) contrastaba con su pelvis apenas morenita y sus piernas delgadas pero bellas. Nos fuimos a la cama. Ella se dejó caer ya con las piernas abiertas. La penetré, suspiró y dijo ¨please do it fast¨, me abrazó fuerte el cuello y empezó a resoplar. Le di velocidad a la cosa, y llegamos a un buen nivel de apareamiento. Empezó a sudar y a gemir, yo estaba encendido... incendiado! Nos amacizamos fuerte mediante un abrazo, ella se movía suavemente.... pero iba subiendo. Lo que sentí delicioso. Poco a poco subimos la velocidad y fuimos realmente uno... viajando como si le diéramos la vuelta al mundo, varias veces, hasta que tuvimos el orgasmo casi simultáneo, ella uno o dos minutos antes.

Me quedé sobre ella, besándola: Ella mantenía sus ojos cerrados y el rostro echado a la derecha y el cabello negrisimo dibujando una laguna de sombras. De pronto empezaron a tocar mi puerta con furia y se escuchó el grito DICKESA!!! Era el esposo, creía que su esposa estaba en mi apartamento y obviamente así era...

New York,. enero 8 2013